domingo, 13 de enero de 2019

LOS JUECES Y LOS SIETE PECADOS CAPITALES


ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LOS SIETE PECADOS CAPITALES DE LOS JUECES, EN LA VISIÓN DE UN JUEZ



El Cristianismo caracteriza a los Siete Pecados Capitales como los vicios más críticos en que cualquier ser humano puede incurrir. De ellos provienen o se derivan todos los pecados que existen; no hay pecado ni delincuencia que no se inspire en aquéllos. Como cada uno puede originar o ramificarse en diversos pecados y desde el punto de vista jurídico seguramente también en muchos tipos delictivos, tan trascendentes son que se consideran fatalmente mortales, o sea, muy graves. La noción de “pecado” (“peccatum”, “αμαρτία”) cristiana no se relaciona necesariamente con el concepto griego de Hybris (ὕβρις) que denota “desmesura” o “desenfreno”, sino con el concepto de “infracción” o de “falta”. Pero ambos se vinculan entre sí, en cuanto conciernen transgresiones muy importantes a los límites deseables de la conducta virtuosa y socialmente armónica.

San Gregorio Magno y Santo Tomás de Aquino organizaron a estos “pecados cabeza” o primigenios como Lujuria, Gula, Avaricia, Pereza, Ira, Envidia y Soberbia. Como no queda claro si esta disposición se trata de una escala “in crescendo” del mal, o cuáles son peores que los otros, hemos preferido ordenarles acorde a nuestras luces en latín por orden alfabético: Avaritia (Avaricia), Fornicatio o Luxuria (Lujuria), Gastrimargia (Gula), Invidia (Envidia), Ira (Ira), Pigritia o Acedia (Pereza), Superbia (Soberbia). Los tres primeros son llamados “vicios del deseo” (Avaricia, Lujuria, Gula); los cuatro restantes se conocen como “vicios del carácter” (Envidia, Ira, Pereza, Soberbia). Con excepción de la ira y de la envidia que constituyen emociones (sentimientos emanados en un conflicto interior), los demás vicios (avaricia, lujuria, gula, pereza, soberbia) aparentan estar relacionados con la obsesión por el placer (por tener bienes o por la supremacía, disfrutar hedónicamente, lograr el reconocimiento o acatamiento ajeno).

El pecado supone un error o un exceso en el proceder.  Su reprochabilidad está, justamente, en el sobregiro, en el desenfreno de la conducta. En el ejercicio del pecado o de lo ilícito fuera de límites se obnubila la razón, se quiebran las normas y los vínculos sociales; los daños personales y los menoscabos que se ocasiona pueden llegar a ser en algunos casos irreversibles e irreparables. Los pecados capitales son naturalmente disolventes en todo sentido. La serie Los Siete Pecados Capitales de Pieter Brueghel el Viejo nos da cuenta de ello con sus escenas desoladoras y decadentes, propias de espanto. La Mesa de los Siete Pecados Capitales de El Bosco, nos previene en sus leyendas que toma de la Biblia cómo termina todo eso: “Son un pueblo sin comprensión ni prudencia, si supieran, y fueran inteligentes, se prepararían para su fin” (Deut. 32:28-29); “Esconderé mi rostro de ellos. Y consideraré su final” (Deut. 32:20).

Lo expuesto nos permite observar que con independencia de los credos filosóficos o religiosos de cada uno, podríamos consensuar una definición de “pecado” en que todos podríamos estar de acuerdo, definiéndole como un comportamiento transgresor de los principios del obrar correcto (no de lo que dice en llamarse “políticamente correcto”). Pecar es simplemente hacer algo que está mal o erróneo, en cualquier sistema o sociedad de que se trate. No hay que ser religioso para pecar; basta para ello ser simplemente un ser humano. Aunque ser humano no sea excusa para actuar mal.

Como están formulados, los siete pecados capitales no están atrapados en estado puro por ningún Código de Derecho ni de Ética; sin embargo, los diferentes ilícitos penales o civiles son derivados de incorrecciones del Alma devenidas de los siete pecados fuentes, relevadas como políticamente antisociales y secularmente castigables. Aunque los juristas pretendan considerar circunspectamente a los siete pecados capitales como cuestiones de la Moral y no del Derecho, no puede dejar de verse en ellos la raíz de conductas reprochables que no serán indiferentes al orden jurídico-social, y no pueden sino advertir una necesidad de desplegar normas (que en sentido general llamamos “leyes”) para prevenirlas, controlarlas y en su caso, reprimirlas. Las normas se proponen un fin virtuoso; empero pueden tener degeneraciones, porque desgraciadamente no siempre están inspiradas en altos valores. A veces se dictan para satisfacer la voracidad fiscal, para favorecer apetencias particulares o para mantener privilegios (avaricia, gula, lujuria), cuando no pretenden imponer gravámenes a quienes producen bajo el credo de que el resultado del esfuerzo es algo que les sobra (¿envidia?). En ocasiones no demuestran voluntad para llegar a solucionar las raíces de los males sociales (pereza), o aspiran imponerse a pesar de los consejos de la realidad, desatendiendo las necesidades de la gente (soberbia), especialmente cuando se aprueban en forma irreflexiva, sin verdadero estudio y sin prevenir inconsecuencias (¿ira?).

Los hombres (de cualquier filosofía, religión, partido o ideología) pecan, o sea transgreden pautas de conducta o se comportan negativamente. Los Jueces son hombres. Por lo tanto, los Jueces (que en su labor aplican o procuran aplicar las normas) también pecan. Quien escribe estas líneas es Juez, así que estamos realizando a través de ellas un examen de conciencia y una autocrítica. Pero sus pecados (nuestros pecados) se proyectan con un efecto multiplicador negativo en cuanto su acción está destinada a atender personas; las malas acciones de los Magistrados judiciales no sólo perjudican a ellos mismos, sino lo que es peor, menoscaban (en ocasiones irreversiblemente o en forma muy difícil de reparar) a los demás. De ahí la tensión que cada Juez debería formularse para cuidarse en su conducta. Las transgresiones conductuales de los Jueces pueden comportar consecuencias muy graves, de ahí que hemos encontrado que la noción de los Siete Capitales proporciona valiosos parámetros para nuestra propia evaluación, para reconocer nuestras deficiencias, y para intentar un compromiso de superación. No podemos reparar ya nuestros desaciertos, y en muchos casos no habrá solución para desandarlos, aunque tenemos la oportunidad para aprender de ellos, y el futuro para enmendarnos y perfeccionarnos a partir de ellos. Si no reconocemos nuestros errores, si no capitalizamos la experiencia y la lección sobre lo que hacemos mal, ¿cómo podríamos corregirnos y obrar diferente o mejor en el porvenir?

Entiéndase que no pretendemos sentar modelos de procederes para los Jueces, y que además no tenemos autoridad de ninguna clase para ello. Precisaremos empero, que en lo personal no nos gusta hablar de “Ética” ni de “Ética Judicial” que es un minimum de estándar conductual profesional (si se quiere, un mínimo moral), y que cuando se codifica (tal la tendencia de querer asentar un desideratum de comportamientos en “Códigos de Ética”) ya no se trata de mandatos de conciencia sino de normas de comportamiento exterior. Sin pretender en estas líneas abrir una discusión pero sí dejar asentada una posición, creemos que los Jueces tendrían (tendríamos) que trabajar más en lo moral que en lo ético (por supuesto, no hay que descuidar lo ético), porque lo primero tiene mayor profundidad y alcance; porque la moral es más integral. Preferimos apuntar al interior del Espíritu; entendemos que una mejor gestión judicial se lograría a través de una reformulación espiritual, de una vivencia que se asiente sobre la probidad y no se encorsete en reglamentos o Códigos.

¿Cuál o cuáles son los pecados capitales que tientan a los Jueces? ¿En qué suelen pecar gravemente? Para saberlo, nada mejor que sondear cómo les (cómo nos) miran los justiciables y los operadores del Derecho. Hemos consultado a diversas personas al respecto, quienes desinteresadamente y sin pretender créditos nos han brindado sus aportes e ideas. Algunos estimaron que la falta más usual sería la pereza, a través de la cual muchos Jueces suelen dejar al descubierto su ignorancia y su insensatez. Muchos consideran que el peor defecto de un Juez es la soberbia; cierto amigo (de esos que son muy valiosos porque son sinceros) nos ha dicho que los Jueces son personajes egocéntricos por antonomasia, de ahí que muchos sean sordos al sentido común. Otros opinaron que el peor pecado de un Magistrado judicial sería la ira, porque no permite la reflexión ni escuchar la voz de la razón, tan necesarias en la labor del pensador y del investigador de Derecho. No faltó quienes creyeron que el peor defecto de los Jueces es la avaricia reflejada en la codicia por elogios, mejores cargos, palestras y distinciones, eventualmente inmerecidas, que a veces les lleva a vender el Alma (rectius, la opinión) por querer contemplar intereses o congraciarse con poderes o poderosos de turno. Otros opinaron que la envidia es muy nociva,  como parte de la egolatría y de la ambición competitiva por querer ciertos Magistrados judiciales destacarse para alcanzar la cima de la realización en el poder o en la consideración de los colegas. ¿Lujuria y gula? No significan necesariamente sexo y apetito, sino el afán de pretender la admiración y la reverencia, de querer imponer jurisprudencias pensando en el Juez en la propia gloria y no en los casos concretos que juzga, a veces de decidir justicieramente aun a costa de violar las normas o los procedimientos.

La enorme mayoría de las personas opina que la peor combinación de pobreza personal de ánimo de un Magistrado judicial es la soberbia, la pereza y la ignorancia. Es fatal en un Juez la ignorancia vinculada a la falta de humildad y petulancia. Y si bien la ignorancia no es un pecado capital en sí, en el Juez es un defecto imperdonable e inexcusable, eventualmente de la mano de la soberbia. Porque no hay nada peor en un Juez que creer que sabe cuando no sabe, o cuando estima que no tiene que estudiar ni que aprender.  Ningún Magistrado judicial debe rehusar sus deberes de estudiar, porque es imposible abarcar todo el conocimiento del Derecho y porque sólo con la investigación y la capacitación se forma conocimiento sobre lo que no se sabe. La renuencia o la renuncia a ello demuestra en el Juez una ignorancia voluntaria, que es la peor de todas.

Veamos a guisa de referencia que no pretende ser completa, qué advierten las personas, justiciables, operadores de derecho o simplemente individuos comunes que observan su sociedad, sobre cuáles son los principales defectos de comportamiento de los Magistrados judiciales. Cualquiera de estas formas de incomportamiento puede ser una forma de corrupción. Prevenimos que como de los siete pecados capitales se derivan todos los demás existentes, o sea que cualquier pecado que consideremos se desprendería inevitablemente de alguno de aquéllos, la subsunción de las diferentes disconductas que proponemos como especie de determinado pecado capital puede ser discutible, ya que obedece a una decisión muy personal pero que dejamos abierta a revisiones.

Lujuria: Procurar el elogio ajeno, o seducirse por el halago fácil y lisonjero. Pretender alternar con los poderosos o disfrutar su modo de vida. Perseguir figurar en los medios de comunicación o en la consideración social. Buscar el protagonismo, la publicidad o consolidarse como un personaje de referencia, antes que afanarse por servir a los demás. Fallar preocupado por el beneplácito o aplauso de la opinión pública. Ansiar más los honores que la justicia y la equidad en el caso concreto. Escribir pensando en la posteridad y no en las problemáticas concernientes a los intereses del litigio. Estar muy influido por, o atento a cuidar, lo políticamente correcto.  Afectar la propia imparcialidad por prejuicios.

Gula: Ansiar figuraciones, privilegios, comisiones o ascensos que no sean productos del esfuerzo, u honores que no sean los de la satisfacción por el trabajo. Anteponer los propios intereses. Disfrutar bienestares ajenos al trabajo, en ocasiones a costa de los erarios públicos.

Avaricia: Carecer de generosidad intelectual hacia los colegas, querer acaparar prerrogativas o ventajas. Actuar cobijando la ambición, o intereses propios, grupales o de terceros. Proceder con injusticia o sin sentido común. Tener preocupación por el qué dirán o por el poder. Actuar con miedo o con pequeñez de espíritu. Resolver  las decisiones con un interés ajeno a la justicia. Acomodar y perfilar los pronunciamientos de forma de no intranquilizar o afectar determinados intereses, de modo que no afecte la carrera personal profesional, o con temor de evitar supuestas consecuencias o críticas de determinados sectores u opiniones. Sentenciar con motivación ideológica, por supuestos favores o compromisos, o para obtener el beneplácito o atenciones de la autoridad política, de ciertos colectivos o de la opinión pública.

Pereza: No fundamentar adecuadamente los fallos. Estudiar mal o en forma insuficiente, o no penetrar analíticamente en los casos. Ignorar o no involucrarse en conocer el Derecho mínimo aplicable. Resolver con demoras injustificables, o a través del mínimo esfuerzo. Manejar los casos como si fueran papeleo y no como las preocupaciones de las personas. No consustanciarse con los problemas de los justiciables. Confiar en exceso el estudio de los asuntos y de los pormenores del expediente a los técnicos, actuarios o secretarios. No preocuparse por estudiar, ni en capacitarse ni en actualizarse. Proceder con incapacidad para decidir. No resolver conforme a Derecho o a lo que debería ser lo correcto.  Pretender escudarse en cuestiones formales para evitar tomar decisiones sustanciales. No tener consideración de los tiempos procesales. No ejercer (u omitir) una adecuada dirección o policía de los procesos. Permitir o tolerar inconductas de los litigantes que las normas y los principios que rigen los juicios le imponen evitar y en su eventualidad sancionar.  Actuar con dilaciones y con morosidad. Impuntualidad para comenzar las audiencias, o postergarlas sin motivo valedero. Demorar en proveer, en resolver o sentenciar. Asumir una tarea para la que no se está listo. Mantenerse por comodidad o para no confrontar con tribunales superiores procesales en los trillos jurisprudenciales sin explorar alternativas dentro del Derecho, en ocasiones encubierto de cierto academicismo. Tratar con displicencia o desconsideración a los justiciables y operadores. Ser consciente de que el sistema de administración de justicia precisa reformas, y no hacer nada para cambiarlo.

Ira: Aplicar una justicia dura, desproporcionada o excesiva. Ser irreflexivo y apresurado. Ser dogmático. Aplicar las potestades para perjudicar indebidamente sobre un justiciable o Letrado, o para tomar revancha o represalias llegado el momento. Zaherir, tratar con enojo, maltratar, acosar o no respetar a los justiciables, operadores forenses y funcionarios. Frustrarse y fastidiarse con ellos. Descargarse sobre los demás o tratarlos de mala manera para compensar frustraciones o errores propios.  Intentar forzar acuerdos conciliatorios para terminar el litigio, y fastidiarse con los Abogados porque las partes no los aceptan.  

Envidia: Recelar de los méritos, capacidades y logros obtenidos de colegas, académicos u operadores del Derecho. Descalificarlos o intentar encontrarles defectos de cualquier clase. Regocijarse o consolarse con sus fracasos o adversidades, destacándoles o difundiéndoles.

Soberbia: Creerse omnipotente o infalible, "que las sabe todas" o que se es un excelente conocedor del Derecho, particularmente en ramas de las especialidades. Arrogancia, egotismo u orgullo desmedido. Carecer de autocrítica sobre el propio desempeño. Creerse el dueño de la verdad. No querer atender razones. No reconocer ni querer reconocer errores. Desatender el consejo ajeno y la enseñanza que brindan los fracasos o las revocatorias de decisiones. No estar conectado con la realidad. Estar por fuera del sentido común, y carecer de sensatez. Proceder con activismo o vanguardismo sin considerar el Derecho vigente imponible. Atrincherarse en el academicismo o pseudoacademicismo, o alardear de ellos. Desobservar la equidad y las especialidades de las circunstancias del caso, so pretexto de que debe atenderse estrictamente el Derecho. Estarse a un excesivo formalismo (o formulismo) jurídico y brindar una escasa sustancia. Creer que el propio tiempo es el único importante, y desconsiderar los tiempos de los demás. No considerar otras posiciones. Terquedad de mantener una postura cuando lo razonable indicaría cambiarla. Tratar a la gente en forma despectiva o con sorna. Sentenciar para el reconocimiento de la posteridad y no para el caso concreto. Hacer la justicia inaccesible e incomprensible para el pueblo.

Estas pautas para un autoexamen de los Jueces, en el fondo no son diferentes a las que cualquier persona podría tener en cuenta para su propio autoanálisis en cualquier aspecto o momento de la Vida. Porque todo Juez, y todo individuo en general, obran bien cuando proceden conforme a los tres preceptos fundamentales de Ulpiano: “Vivir honestamente, no dañar a nadie, dar a cada uno lo suyo”.

Proceder con justicia es hacer lo que nos corresponde y es pues, una forma con que todos los hombres debemos actuar ante la Vida, en la cual estamos siempre decidiendo e involucrando en nuestras decisiones a otras personas. Es un deber de cada uno reflexionar, tomar decisiones y actuar en cada aspecto de la cotidianeidad conforme a lo correcto.  Y sobre todo, es un imperativo trabajar sobre nosotros mismos, y en perfeccionar nuestro propio proceder.

Que nuestras acciones, juzgamientos y decisiones estén siempre inspiradas en el sentido común, en la ecuanimidad y en un elevado criterio de responsabilidad, intentando cada día obrar mejor y con mayor virtud.